“—No —dijo la sobrina—, no hay para qué perdonar a ninguno, porque todos han sido los dañadores; mejor será arrojarlos por las ventanas al patio y hacer un rimero de ellos y pegarles fuego, y, si no, llevarlos al corral, y allí se hará la hoguera, y no ofenderá el humo” (“El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha” Miguel de Cervantes Saavedra).
Cuenta una leyenda que en el Concilio reunido en Nicea, en el Asia Menor, en el 325 d.C., se colocó encima de una mesa una manta y sobre ésta todos los textos evangélicos existentes. Seguidamente se tiró de la manta y las obras que la fortuna dejó encima de la mesa fueron declaradas sagradas y aquellos que la gravedad hizo caer al suelo fueron pasto de las llamas.
La combustión de libros como vía para eliminar el pensamiento es una costumbre tan ancestral (en la China del siglo III a.C. ya se practicaba) como poco efectiva. Lo único que ha conseguido es privar a las generaciones posteriores de alguna obra literaria irrepetible pero es iluso creer que los razonamientos que intenta erradicar no se le ocurrirán con posterioridad a otro autor. La Iglesia Católica optó durante siglos por la táctica de fomentar el analfabetismo. No era infrecuente encargar la copia de los libros a monjes ilustradores que no sabían leer ni escribir. Incluso estuvo prohibido traducir la Biblia a lenguas vulgares hasta el siglo XVIII y salvo quienes supiesen latín no podía acceder a su contenido a no ser que optasen por leer las traducciones que realizaron otras confesiones (una de las herejías de Lutero fue traducir la Biblia al alemán). La razón es tan simple como que poco tenía que ver la doctrina emanada desde Roma con unos textos bíblicos interpretados al pie de la letra. En su lugar se enseñaba el Catecismo y algo llamado Historia Sagrada (que curiosamente incluía algunos pasajes que no aparecen en la Biblia pero sí en los textos apócrifos desechados en Nicea). Eso sí, cuando interesaba se acudía a la interpretación estricta de la Biblia para fundamentar golpes de autoridad: la gran cuestión teológica por la cual Galileo Galilei fue obligado a retractarse de que la Tierra giraba en torno al Sol no era que la Tierra fuese el centro del Universo si no que éste permaneciese inmóvil respecto a ella dado que, según el Antiguo Testamento, Josué paró el Sol y para ello era preciso que se moviera (Jos. 10,12-13). En cualquier caso la Iglesia exigía el Nihil obstat [quominus imprimatur (no hay ninguna objeción para que pueda ser impreso)] a cualquier libro publicado allí donde mantenía el poder de hacer cumplir este precepto versase el escrito sobre cuestiones morales o no. El destino de las publicaciones que no llevasen dicho requisito puede el lector imaginar cual era.
No obstante, alimentar la hoguera con letra impresa no ha sido exclusivamente una cuestión teológica. Podemos encontrar a los nazis organizando piras de textos purgados por el régimen, destacando por su importancia la que se celebró en Berlín el 10 de mayo de 1.933 en la que en una sola noche se quemaron 20.000 escritos científicos, filosóficos y literarios de todo tipo cuyos autores fueron posteriormente asesinados, o en el mejor de los casos detenidos si no consiguieron escapar al exilio, dando comienzo a la decadencia de Alemania en el campo del pensamiento. En la soberbia de creerse al inicio del imperio definitivo, como si la historia no hubiese dado ya ejemplos suficientes de la mortalidad de tales empresas, Joseph Goebbels y los demás actores del aparato de propaganda de Hitler olvidaron el precedente del incendio de la Biblioteca de la Universidad de Lovaina en agosto de 1.914 a manos de las tropas alemanas que invadieron Bélgica y a consecuencia del cual ardieron 300.000 ejemplares incluyendo cerca de 1.000 manuscritos y en torno a 600 incunables, desastre cultural a partir del cual la clase intelectual que no estuviera ya comprometida por causas de nacionalidad en la Gran Guerra tuvo un motivo para no apoyar a los Imperios Centrales en el conflicto. Ataques de naturaleza semejantes se cometieron posteriormente en la llamada Revolución Cultural que comenzó en 1.966 en la República Popular China, así como en Chile y Argentina tras los respectivos golpes de estado de 1.973 y 1.976, por poner sólo unos ejemplos. Podría decirse que no hay régimen totalitario que no haya tenido su cuota de pirómanos.
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