jueves, 27 de enero de 2011

Eppur si muove...

Los primeros intentos teóricos de describir y explicar el universo involucraban la idea de que los sucesos y los fenómenos naturales eran controlados por espíritus con emociones humanas, que actuaban de una manera muy humana e impredecible. Estos espíritus habitaban en lugares naturales, como ríos y montañas, incluidos los cuerpos celestes, como el Sol y la Luna. Tenían que ser aplacados y había que solicitar sus favores para asegurar la fertilidad del suelo y la sucesión de las estaciones. Gradualmente, sin embargo, tuvo que observarse que había algunas regularidades: el Sol siempre salía por el este y se ponía por el oeste se hubiese o no se hubiese hecho un sacrificio al dios del Sol.” (“Historia del Tiempo” Stephen Hawking)


Se dice que la Nochevieja del año 999 de nuestra era, Anno Domini [Nostri Iesu Christi] CMXCIX, dio misa el papa Silvestre II ante una muchedumbre que esperaba temerosa el juicio final profetizado en el Apocalipsis de Juan. Pasó la medianoche y no sucedió nada. Poco podían sospechar aquellos fieles que de ser cierta la gloriosa venida de El Salvador en el paso del año 999 al 1.000 ésta les habría pillado por sorpresa unos días antes debido al margen de error del calendario juliano, corregido por el gregoriano en 1.582. Ello sin contar que la datación del principio de la era se estima hoy con un fallo de entre 4 y 7 años. Y ya se les había advertido: “Velad, pues, porque no sabéis el día ni la hora en que el Hijo del Hombre ha de venir” (Mt 25,13).

Establecer el origen del conteo de los años ha sido algo puramente arbitrario y distinto en cada cultura. Roma inició la cuenta en la fundación de la ciudad, ab urbe condita. Los musulmanes, cuyo calendario es lunar, lo establecen en la Hégira, la emigración de Mahoma a Medina. Incluso en la Revolución francesa se instauró un calendario republicano, que apenas permaneció 14 años, con origen en la proclamación de la República. Todos igualmente válidos a efectos contables al que usamos actualmente y todos de inutilidad similar para profetizar en base a la simple numerología. Aún así y todo, cada cierto tiempo surgen corrientes milenaristas que, más en serio o más en broma, profetizan el fin de los días en una fecha próxima determinada. La última moda apunta al año 2012 basándose esta vez en profecías mayas, en una supuesta codificación oculta de la Biblia y en otras elucubraciones similares. Al final prevalece el “eu non creo nas meigas, mais habelas, hainas”.

Ajeno a estas inquietudes humanas los años se suceden por la órbita de la Tierra en torno al Sol, al igual que los días pasan por la propia rotación del planeta sobre su eje. En el Sistema Solar otros planetas giran en torno a la misma estrella sin que nadie se haya preocupado por vaticinar el fin de cada uno de esos mundos. Y podemos seguir contando sistemas planetarios en la misma situación en todas las galaxias del Universo y no acabaríamos en una vida. Aunque cuando se mira hacia el cielo con esos propósitos se hace, una vez más, para profetizar sobre lo que ha de acontecer en nuestro mundo. Quizá lo más familiar sea el horóscopo que atribuye el carácter de cada sujeto a la posición de un conjunto de astros en el momento de nacer éste. Obviando la visión geocéntrica de estas artes adivinatorias, como si Copérnico y la astronomía moderna no hubiesen existido nunca, los cuerpos celestes que forman los signos zodiacales no se encuentran en la misma posición que cuando se establecieron. La reciente actualización zodiacal no deja de ser un refrito de algo ya intentado a mediados de los 90 del siglo pasado con escaso éxito.

Otro campo abonado de supersticiones son las atribuciones mágicas a la Luna, El influjo selénico en las mareas se debe a la Ley de la Gravitación Universal de Newton y no a otro tipo de consideraciones esotéricas. Asimismo el observado comportamiento anómalo de algunos animales y plantas en las noches de luna llena puede atribuirse a la luz reflejada por el satélite, aunque esta explicación no resulte muy literaria.


Por cierto, bendita sea la literatura si es capaz de hacernos reflexionar de vez en cuando o nos permite evadirnos de tarde en tarde de la cruda realidad. Aprovecho para enviar mi deseo al lector en el nuevo ciclo que ha comenzado: que encuentre la felicidad, aunque sea fugaz.

lunes, 6 de diciembre de 2010

¿Dónde vas Alfonso XII?...

Después de haberse coronado él mismo, Napoleón corona a Joséphine. El momento en que se coronó a la emperatriz excitó un movimiento general de admiración. Ella marchó bien hacia el altar, se arrodilló de una manera tan elegante y tan simple que este acto satisfizo todas las miradas” (“Memorias” Claire Elisabeth Gravier de Vergennes, condesa de Rémusat)


Recientemente se ha anunciado el enlace matrimonial del segundo en el orden de sucesión de la corona británica y a la llamada prensa rosa le ha faltado tiempo para calificar el acontecimiento como un hito del siglo XXI. Independientemente del papel que juegan las monarquías en el mundo en que vivimos, que ya analizaremos en otra ocasión, es un tanto aventurado hablar en semejantes términos a no ser que se habite en el país de Nunca Jamás.

Y es que hay quien tiene el síndrome Sissí Emperatriz renovado posteriormente con el fenómeno Lady Di. El mito de la primera fue construido a mediados de los años 50 del pasado siglo en base a unos edulcorantes largometrajes en que se presenta una imagen de Isabel de Baviera bastante alejada de la realidad histórica. El segundo caso es, si cabe, más grotesco al presentarse en términos románticos las desavenencias lógicas de una unión matrimonial entre dos personas que no se conocían: una semi adolescente ingenua y un hombre cuya única función era perpetuar la dinastía británica.

Hubo una época en que los enlaces reales eran una cuestión de estado que se aprovechaba para establecer alianzas entre los países implicados. Esa tendencia empezó a quebrarse a finales del siglo XIX casi en paralelo al nacimiento del binomio nación-ciudadano en detrimento del reino-súbdito. En España aún fue concertado el matrimonio de Isabel II con su primo Francisco de Asís, conocido despectivamente como paquita y sobre quien se atribuye la siguiente ironía de la propia reina “¿Qué puedo decir de un hombre que en nuestra noche de bodas llevaba más encaje que yo?”. Su hijo Alfonso XII se casó, siendo ya rey, con su prima María de las Mercedes con quien mantenía una relación amorosa desde años atrás. La temprana muerte de la nueva reina, a los cinco meses del enlace, sumió al joven rey en una profunda depresión que le mantuvo alejado de la corte durante largo tiempo. Tras el duelo, el monarca desposó con María Cristina de Habsburgo-Lorena, esta vez ya sin la mediación de matices románticos.

Si hoy en día el papel de un rey o reina es meramente simbólico y testimonial más aún lo es el de su consorte. El único papel relevante que se le confiere es el de ejercer, una vez enviudado, la regencia en nombre de un hijo o hija menor de edad a quien le corresponda ocupar el trono. Así a la muerte de Fernando VII ejerció la regencia de Isabel II su madre María Cristina de Borbón-Dos Sicilias, cuarta esposa del fallecido, y que para mantener el reinado de su hija frente a los carlistas acabó aliándose con los liberales, los mismos a los que el propio Fernando VII juró extirpar de la faz de la tierra. A la muerte de Alfonso XII asumió la regencia su segunda esposa estando embarazada aún del futuro rey Alfonso XIII. En ambos casos se acordó la prematura mayoría de edad del titular del trono para que asumiera sus funciones.

En esta situación es chocante que personas supuestamente informadas sobre cuestiones dinásticas muestren unas posiciones bastante alejadas de la realidad cuando acuden a las tribunas del cotilleo. Cuando se casó la hija mayor del actual Rey de España un conocido y autocalificado especialista dinástico insistía una y otra vez que ésta había perdido todos sus derechos sucesorios porque en plena ceremonia matrimonial se había olvidado de hacer un gesto para pedir el consentimiento de su augusto padre. Como si el hecho de que éste estuviera allí cargado con todos los atributos ornamentales de la corona no fuera suficiente para dar a entender que estaba de acuerdo con el enlace y como si las leyes que rigen este país establecieran semejante esperpento. No es de extrañar que desde esas mismas tribunas se califique como princesa del pueblo a una persona cuyo único bagaje es tener una hija con un torero mediático (califiquémoslo así). Muy baja es la consideración que tienen del pueblo.


Por cierto, en “El Príncipe”, que Nicolás Maquiavelo escribió como manual de monarcas, no existe siquiera una palabra aislada dedicada a hablar de las parejas de los gobernantes, y eso teniendo en cuenta que la obra está inspirada en Fernando II de Aragón cuya esposa no era precisamente una mujer alejada de la toma de decisiones.

martes, 9 de noviembre de 2010

VAE VICTIS

En la visión, cuando el Cordero soltó el primero de los siete sellos, oí al primero de los vivientes que decía con voz de trueno: «Ven». En la visión apareció un caballo blanco; el jinete llevaba un arco, le entregaron una corona y se marchó victorioso para vencer otra vez. Cuando soltó el segundo sello, oí al segundo viviente que decía: «Ven». Salió otro caballo, alazán, y al jinete le dieron poder para quitar la paz a la tierra y hacer que los hombres se degüellen unos a otros; le dieron también una espada grande.” (Apocalipsis 6, 1-4)

En El Arte de la Guerra, libro de Sun Tzu supuestamente de cabecera de varias figuras históricas, de Maquiavelo a Napoleón ‑y reconvertido en épocas más recientes en hipotético manual de autoayuda del hombre de negocios‑, se dice “Las armas son instrumentos de mal augurio, y la guerra es un asunto peligroso (...) Un gobierno no debe movilizar un ejército por ira, y los jefes militares no deben provocar la guerra por cólera”. Más bien deberíamos situar este texto en el mismo plano que los documentales de televisión cuyo índice de audiencia desmiente sistemáticamente el número de personas que asegura verlos. Si hay algo en lo que el ser humano se ha especializado es el conflicto, sobretodo el de naturaleza violenta.

Durante largo tiempo se ha tendido a contar las guerras señalando las implicaciones políticas, religiosas y económicas, sus batallas poniendo el acento en las estrategias y los resultados de las contiendas en clave de territorio conquistado o perdido. No es hasta tiempos relativamente cercanos cuando se ha empezado a hablar de las víctimas que todo conflicto bélico lleva consigo. Y no será porque éstas hayan sido pocas.

Instintivamente tendemos a identificar como víctimas de un conflicto a quienes lo pierden. La condición de derrotado suele llevar aparejada, además de la pérdida de vidas humanas y el quebranto económico, cargas impuestas sin miramientos. Cuando los galos conquistaron Roma, en el 390 a. C., amañaron la balanza en que se pesaba el rescate acordado de 1.000 libras romanas en oro. Ante las protestas el jefe vencedor, Breno, arrojó su espada en la balanza aumentando el peso y pronunciando el célebre «vae victis» (¡ay, de los vencidos!). Recientemente se ha sabido que Alemania ha pagado, nueve décadas después, la última parte de los costes de guerra impuestos en el Tratado de Versalles, que los nazis dejaron de pagar y que había sido suspendido en 1.953 hasta la, por entonces utópica, reunificación alemana. Tras la caída del muro de Berlín los acreedores reclamaron su parte y los partidos políticos alemanes pactaron destinar una parte anual de los presupuestos a su cancelación sin que trascendiese a la opinión pública para no exacerbar el sentimiento de humillación nacional.

Sin embargo existen victimas menos visibles pero no carentes de importancia. Ya en la antigüedad la guerra significaba el quebranto económico de las clases menos favorecidas de la sociedad. Cuando Roma entraba en guerra, el plebeyo que debía abandonar sus ocupaciones para ingresar en filas se endeudaba para mantener a su familia mientras durase el conflicto. En ocasiones era incapaz de afrontar las deudas y se convertía de la noche a la mañana en esclavo de su acreedor. En 495 a. C. la situación era insostenible para la plebe después de una sucesión de derrotas que a punto estuvieron de colapsar la naciente civilización. Ante la necesidad de defenderse de la inminente llegada de volscos y ecuos, que venían arrasando los estados cercanos, se preparó una nueva leva. La plebe dijo basta y se retiró al Monte Sacro, a cierta distancia de la urbe, negándose a dar un sólo soldado al ejército o trabajador a la industria en tanto y cuanto no se cancelasen las deudas y se permitiese su acceso a la vida política. Y es que la población civil ha sido siempre la gran perjudica en las contiendas bélicas en las que, por norma general, sólo sacan provecho las oligarquías dirigentes que suelen poner sus cargas en las espaldas de los no pueden defenderse. Son éstos los que aportan la carne de cañón, los que sufren la fatiga de combate, los que mueren o son mutilados en trincheras y poblaciones bombardeadas, y los que pierden su modus vivendi.


Por cierto, el ministro francés de Defensa al inicio de la I Guerra Mundial, Adolphe Messimy, una vez cesado en su cargo pidió su reincorporación en la vida militar y se fue al frente. Una de las escasas ocasiones en que alguien que ve la guerra sentado en un despacho decide correr la suerte de quienes fueron sus subordinados.

viernes, 15 de octubre de 2010

Los caballeros las prefieren rubias

Vida – / soy de tus dos direcciones / De algún modo permaneciendo colgada hacia abajo / casi siempre / pero fuerte como una telaraña al / Viento – existo más con la escarcha fría resplandeciente. / Pero mis rayos con abalorios son del color / que he visto en un cuadro –ah vida / te han engañado” (Marilyn Monroe).


He de confesar que he visto pocas películas de Marilyn Monroe y aún así siempre me fascinó el personaje que escondía a Norma Jeane Baker y que le convirtió en un mito sexual. Fascinación compartida con varias generaciones y que puede resumirse en el rostro anhelante de Tom Ewell en “La tentación vive arriba”. Es esta película la que vio nacer las dos imágenes arquetípicas con las que la actriz ha pasado a la posteridad: el vestido blanco con vuelo y la escena de dicho vestido levantándose. A decir verdad nunca me gustaron las imitaciones que se han efectuado de estos iconos. Las modelos, y no son pocas, que se han prestado a esas falsificaciones más que vestirse se disfrazan de Marilyn, y me recuerdan demasiado a los imitadores de Elvis que se ponen el traje de lentejuelas.

El icono, no obstante, ocultaba una persona muy alejada del cliché que ofrecía el rol que estaba obligada a representar. Nada ingenua era consciente que se había convertido en una mujer objeto. Incomprendida buscó su propio sitio hasta que el cansancio le hizo perder toda esperanza. Intelectualmente inquieta era una ávida lectora y, consciente de sus carencias formativas, asistía a clases nocturnas de literatura y arte en la Universidad en Los Ángeles siempre que tenía ocasión. Asimismo acostumbraba a escribir sus pensamientos en verso o prosa indistintamente. De estos escritos se deduce una personalidad bastante más compleja que la imagen que exponía al público y que era reflejo de su convulsa historia.

Norma Jeane nació en 1.926 en el seno de una familia desestructurada. Fue registrada con el apellido de su padrastro, Mortenson, debido a que su padre abandonó a su madre al quedarse embarazada. En la pila del bautismo le cambiaron el apellido por el de soltera de su progenitora, Gladys Baker, y a las pocas semanas fue dada en adopción a unos vecinos de su abuela porque su madre padecía problemas mentales. A los siete años Gladys reclamó a su hija y estuvieron conviviendo un año hasta que una esquizofrenia paranoide llevó a Gladys a ser hospitalizada y Norma Jeane retomó su peregrinaje por orfanatos y casas de adopción. La enfermedad de su madre marcó tanto a la joven que siempre tuvo miedo a seguir sus pasos.

Con 16 años se casó con Jim Dougherty, cinco años mayor que ella y de quien no estaba enamorada. Sin embargo asumió el papel de buena esposa que se esperaba en aquella época pues por fin había escapado del círculo orfanato-adopción. Cuando su esposo fue enviado a Australia después de su alistamiento a causa de la II Guerra Mundial, Norma Jeane fue a vivir con su familia política y empezó a trabajar en una fábrica de material bélico como otras tantas mujeres de su entorno. Allí fue descubierta por un fotógrafo que realizaba un reportaje acerca de las esposas de la retaguardia y empezó su carrera como modelo y posteriormente de actriz. Por consejo de su agente se cambió el nombre por el de Marilyn Monroe y convirtió su cabellera pelirroja en rubia.

Roto su matrimonio anterior porque su marido no aceptaba su nueva carrera y convertida ya en estrella de cine, se casó con el ídolo del deporte Joe DiMaggio, matrimonio que se rompió porque el conservador jugador de béisbol quería que su esposa jugase de nuevo el rol de mujer casada al uso. Su posterior matrimonio con el dramaturgo Arthur Miller duró algo más pero no corrió mejor suerte. En aquella época ya estaba vencida, se había hecho dependiente del alcohol y los fármacos y empezaron sus problemas con el trabajo. El triste final de su historia no hizo sino acrecentar el mito y sepultar la mujer que había debajo. Nadie sabe quien dijo la última palabra, Marilyn o Norma Jeane.


Por cierto, sobre uno de sus pintores favoritos, Francisco de Goya, Marilyn comentó: “tenemos los mismos sueños, llevo desde pequeña teniendo los mismos sueños”.

lunes, 20 de septiembre de 2010

Fahrenheit 451

—No —dijo la sobrina—, no hay para qué perdonar a ninguno, porque todos han sido los dañadores; mejor será arrojarlos por las ventanas al patio y hacer un rimero de ellos y pegarles fuego, y, si no, llevarlos al corral, y allí se hará la hoguera, y no ofenderá el humo” (“El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha” Miguel de Cervantes Saavedra).


Cuenta una leyenda que en el Concilio reunido en Nicea, en el Asia Menor, en el 325 d.C., se colocó encima de una mesa una manta y sobre ésta todos los textos evangélicos existentes. Seguidamente se tiró de la manta y las obras que la fortuna dejó encima de la mesa fueron declaradas sagradas y aquellos que la gravedad hizo caer al suelo fueron pasto de las llamas.

La combustión de libros como vía para eliminar el pensamiento es una costumbre tan ancestral (en la China del siglo III a.C. ya se practicaba) como poco efectiva. Lo único que ha conseguido es privar a las generaciones posteriores de alguna obra literaria irrepetible pero es iluso creer que los razonamientos que intenta erradicar no se le ocurrirán con posterioridad a otro autor. La Iglesia Católica optó durante siglos por la táctica de fomentar el analfabetismo. No era infrecuente encargar la copia de los libros a monjes ilustradores que no sabían leer ni escribir. Incluso estuvo prohibido traducir la Biblia a lenguas vulgares hasta el siglo XVIII y salvo quienes supiesen latín no podía acceder a su contenido a no ser que optasen por leer las traducciones que realizaron otras confesiones (una de las herejías de Lutero fue traducir la Biblia al alemán). La razón es tan simple como que poco tenía que ver la doctrina emanada desde Roma con unos textos bíblicos interpretados al pie de la letra. En su lugar se enseñaba el Catecismo y algo llamado Historia Sagrada (que curiosamente incluía algunos pasajes que no aparecen en la Biblia pero sí en los textos apócrifos desechados en Nicea). Eso sí, cuando interesaba se acudía a la interpretación estricta de la Biblia para fundamentar golpes de autoridad: la gran cuestión teológica por la cual Galileo Galilei fue obligado a retractarse de que la Tierra giraba en torno al Sol no era que la Tierra fuese el centro del Universo si no que éste permaneciese inmóvil respecto a ella dado que, según el Antiguo Testamento, Josué paró el Sol y para ello era preciso que se moviera (Jos. 10,12-13). En cualquier caso la Iglesia exigía el Nihil obstat [quominus imprimatur (no hay ninguna objeción para que pueda ser impreso)] a cualquier libro publicado allí donde mantenía el poder de hacer cumplir este precepto versase el escrito sobre cuestiones morales o no. El destino de las publicaciones que no llevasen dicho requisito puede el lector imaginar cual era.

No obstante, alimentar la hoguera con letra impresa no ha sido exclusivamente una cuestión teológica. Podemos encontrar a los nazis organizando piras de textos purgados por el régimen, destacando por su importancia la que se celebró en Berlín el 10 de mayo de 1.933 en la que en una sola noche se quemaron 20.000 escritos científicos, filosóficos y literarios de todo tipo cuyos autores fueron posteriormente asesinados, o en el mejor de los casos detenidos si no consiguieron escapar al exilio, dando comienzo a la decadencia de Alemania en el campo del pensamiento. En la soberbia de creerse al inicio del imperio definitivo, como si la historia no hubiese dado ya ejemplos suficientes de la mortalidad de tales empresas, Joseph Goebbels y los demás actores del aparato de propaganda de Hitler olvidaron el precedente del incendio de la Biblioteca de la Universidad de Lovaina en agosto de 1.914 a manos de las tropas alemanas que invadieron Bélgica y a consecuencia del cual ardieron 300.000 ejemplares incluyendo cerca de 1.000 manuscritos y en torno a 600 incunables, desastre cultural a partir del cual la clase intelectual que no estuviera ya comprometida por causas de nacionalidad en la Gran Guerra tuvo un motivo para no apoyar a los Imperios Centrales en el conflicto. Ataques de naturaleza semejantes se cometieron posteriormente en la llamada Revolución Cultural que comenzó en 1.966 en la República Popular China, así como en Chile y Argentina tras los respectivos golpes de estado de 1.973 y 1.976, por poner sólo unos ejemplos. Podría decirse que no hay régimen totalitario que no haya tenido su cuota de pirómanos.


Por cierto, la Biblioteca de la Universidad de Lovaina se reconstruyó con ayuda internacional y La Luftwaffe la bombardeó en mayo de 1.940 ardiendo en esta ocasión 400.000 ejemplares. Reconstruida de nuevo, sus más de 1.000.000 de ejemplares fueron repartidos a partes iguales en 1.970 cuando la Universidad de Lovaina se dividió en dos universidades, una flamenca y otra francófona: los estantes impares fueron a parar a una de ellas y los pares a la otra.

lunes, 6 de septiembre de 2010

La vida sigue igual...

Decía el poeta “Al andar se hace camino / y al volver la vista atrás / se ve la senda que nunca / se ha de volver a pisar”.


Ya tenemos asumido que la vida se rige por años académicos en vez de naturales como si el verano fuese una especie de borrón y cuenta nueva y septiembre fuese el nuevo altar del Sol. De las cenizas del verano resurge de nuevo la actualidad informativa que, salvo pinceladas exóticas, es muy previsible.

El curso político comienza, hablando de forma coloquial, con la fiesta minera de Rodiezmo porque nos gobierna un partido nominalmente de izquierda. Cuando gobernaba la derecha, o el “centro reformista” que nadie sabe muy bien qué significa, el pistoletazo de salida se daba cuando el presidente del Gobierno hacía una visita a Quintanilla de Onésimo Redondo (otro gran adalid del centrismo reformista). Unos dirán que la noticia es la ausencia del actual presidente del gobierno, temeroso tal vez de que le afeen los participantes su reciente reforma laboral. Otros dirán que el interés informativo ha sido la suerte de chiste sin gracia que espetó el líder de la oposición acerca de que él sí iría a dicho acto sindical. Y no faltará quien ponga el acento en la participación entre chascarrillos del ínclito Alfonso Guerra. Personalmente me quedo con algo que a la mayoría se le escapa: pasa el tiempo y cambian los secretarios generales del PSOE y de la UGT, los presidentes del Gobierno de España y los respectivos de Asturias y Castilla y León; pero allí les está esperando a todos como cada año José Ángel Fernández Villa, secretario general del SOMA-FIA-UGT lo que da un sentido cuando menos extraño a lo que se entiende por renovación de la izquierda.

Otra de las noticias cíclicas es el anuncio de tregua de ETA. Al menos esta vez no han patinado los políticos; salvando las no menos clásicas declaraciones extemporáneas de Mayor Oreja, aquél político mediocre que creyó que ser Ministro del Interior era el camino más corto para ser lendakari vasco. Casi da vergüenza comentar un comunicado que no dice nada nuevo y al que ni Aralar le ha dado trascendencia alguna. Al menos en eso vamos aprendiendo.

Lo que parece que va a dar más que hablar, al menos de momento, es el nuevo lío de la Federación Socialista Madrileña, aunque tampoco es novedad y es que lo de la FSM es el cuento de las mil y una noches. La pugna esta vez es entre Tomás Gómez, líder de la FSM que fue alcalde con mayor aceptación entre sus conciudadanos y Trinidad Jiménez, antigua candidata al Ayuntamiento de la capital. Ambos batallan para presentarse como cabeza de cartel en las próximas elecciones autonómicas. El primero tenía la difícil misión de pacificar una familia mal avenida que es lo que ha sido la FSM desde los tiempos de los acostistas-guerristas versus leguinistas-renovadores. En lugar de ello se ha dedicado a dos tareas: acallar la “disidencia” y hacer una oposición a Aguirre tan poco constructiva como la que ha hecho Rajoy a Zapatero con la diferencia que Aguirre maneja mejor la propaganda política que Zapatero y ha conseguido salir indemne, al menos aparentemente, de la crisis económica de su comunidad (no olvidemos que el INEM está transferido) y de la corrupción económica y moral de su partido. La otra candidata en liza no es tampoco alguien desconocida pues ya fue impuesta en su día como contrincante de Gallardón y fracasó, si bien no perdió en ningún momento los papeles como hizo Miguel Sebastián en uno de los actos más bochornosos que se recuerdan en la política democrática. Hablando mal y pronto “vaya dos patas pa’ un banco”. Y los aguirristas frotándose las manos y metiendo cizaña cuando, si tuvieran alguna medida de la decencia, deberían abstenerse de criticar el amago de democracia interna que son las primarias del PSOE porque en su casa no existe ni ese amago.

El exotismo lo ha puesto esta vez el profesor Neira. Alguna vez deberíamos aprender que ser víctima no cualifica. A una víctima hay que darle reparación y todo el apoyo que precise, pero ser víctima no es una virtud que ponga a alguien por encima del bien y del mal, ni justifica su pasado ni ha de consentírsele lo que haga en el futuro. Es una persona más que tiene sus aciertos y errores.


Por cierto, el poeta citado al inicio es Antonio Machado. Esperemos no tener que decir lo que comentó la víspera de salir al exilio: “Sería mejor que me quedara a morir en una cuneta”.