lunes, 6 de diciembre de 2010

¿Dónde vas Alfonso XII?...

Después de haberse coronado él mismo, Napoleón corona a Joséphine. El momento en que se coronó a la emperatriz excitó un movimiento general de admiración. Ella marchó bien hacia el altar, se arrodilló de una manera tan elegante y tan simple que este acto satisfizo todas las miradas” (“Memorias” Claire Elisabeth Gravier de Vergennes, condesa de Rémusat)


Recientemente se ha anunciado el enlace matrimonial del segundo en el orden de sucesión de la corona británica y a la llamada prensa rosa le ha faltado tiempo para calificar el acontecimiento como un hito del siglo XXI. Independientemente del papel que juegan las monarquías en el mundo en que vivimos, que ya analizaremos en otra ocasión, es un tanto aventurado hablar en semejantes términos a no ser que se habite en el país de Nunca Jamás.

Y es que hay quien tiene el síndrome Sissí Emperatriz renovado posteriormente con el fenómeno Lady Di. El mito de la primera fue construido a mediados de los años 50 del pasado siglo en base a unos edulcorantes largometrajes en que se presenta una imagen de Isabel de Baviera bastante alejada de la realidad histórica. El segundo caso es, si cabe, más grotesco al presentarse en términos románticos las desavenencias lógicas de una unión matrimonial entre dos personas que no se conocían: una semi adolescente ingenua y un hombre cuya única función era perpetuar la dinastía británica.

Hubo una época en que los enlaces reales eran una cuestión de estado que se aprovechaba para establecer alianzas entre los países implicados. Esa tendencia empezó a quebrarse a finales del siglo XIX casi en paralelo al nacimiento del binomio nación-ciudadano en detrimento del reino-súbdito. En España aún fue concertado el matrimonio de Isabel II con su primo Francisco de Asís, conocido despectivamente como paquita y sobre quien se atribuye la siguiente ironía de la propia reina “¿Qué puedo decir de un hombre que en nuestra noche de bodas llevaba más encaje que yo?”. Su hijo Alfonso XII se casó, siendo ya rey, con su prima María de las Mercedes con quien mantenía una relación amorosa desde años atrás. La temprana muerte de la nueva reina, a los cinco meses del enlace, sumió al joven rey en una profunda depresión que le mantuvo alejado de la corte durante largo tiempo. Tras el duelo, el monarca desposó con María Cristina de Habsburgo-Lorena, esta vez ya sin la mediación de matices románticos.

Si hoy en día el papel de un rey o reina es meramente simbólico y testimonial más aún lo es el de su consorte. El único papel relevante que se le confiere es el de ejercer, una vez enviudado, la regencia en nombre de un hijo o hija menor de edad a quien le corresponda ocupar el trono. Así a la muerte de Fernando VII ejerció la regencia de Isabel II su madre María Cristina de Borbón-Dos Sicilias, cuarta esposa del fallecido, y que para mantener el reinado de su hija frente a los carlistas acabó aliándose con los liberales, los mismos a los que el propio Fernando VII juró extirpar de la faz de la tierra. A la muerte de Alfonso XII asumió la regencia su segunda esposa estando embarazada aún del futuro rey Alfonso XIII. En ambos casos se acordó la prematura mayoría de edad del titular del trono para que asumiera sus funciones.

En esta situación es chocante que personas supuestamente informadas sobre cuestiones dinásticas muestren unas posiciones bastante alejadas de la realidad cuando acuden a las tribunas del cotilleo. Cuando se casó la hija mayor del actual Rey de España un conocido y autocalificado especialista dinástico insistía una y otra vez que ésta había perdido todos sus derechos sucesorios porque en plena ceremonia matrimonial se había olvidado de hacer un gesto para pedir el consentimiento de su augusto padre. Como si el hecho de que éste estuviera allí cargado con todos los atributos ornamentales de la corona no fuera suficiente para dar a entender que estaba de acuerdo con el enlace y como si las leyes que rigen este país establecieran semejante esperpento. No es de extrañar que desde esas mismas tribunas se califique como princesa del pueblo a una persona cuyo único bagaje es tener una hija con un torero mediático (califiquémoslo así). Muy baja es la consideración que tienen del pueblo.


Por cierto, en “El Príncipe”, que Nicolás Maquiavelo escribió como manual de monarcas, no existe siquiera una palabra aislada dedicada a hablar de las parejas de los gobernantes, y eso teniendo en cuenta que la obra está inspirada en Fernando II de Aragón cuya esposa no era precisamente una mujer alejada de la toma de decisiones.

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