jueves, 27 de enero de 2011

Eppur si muove...

Los primeros intentos teóricos de describir y explicar el universo involucraban la idea de que los sucesos y los fenómenos naturales eran controlados por espíritus con emociones humanas, que actuaban de una manera muy humana e impredecible. Estos espíritus habitaban en lugares naturales, como ríos y montañas, incluidos los cuerpos celestes, como el Sol y la Luna. Tenían que ser aplacados y había que solicitar sus favores para asegurar la fertilidad del suelo y la sucesión de las estaciones. Gradualmente, sin embargo, tuvo que observarse que había algunas regularidades: el Sol siempre salía por el este y se ponía por el oeste se hubiese o no se hubiese hecho un sacrificio al dios del Sol.” (“Historia del Tiempo” Stephen Hawking)


Se dice que la Nochevieja del año 999 de nuestra era, Anno Domini [Nostri Iesu Christi] CMXCIX, dio misa el papa Silvestre II ante una muchedumbre que esperaba temerosa el juicio final profetizado en el Apocalipsis de Juan. Pasó la medianoche y no sucedió nada. Poco podían sospechar aquellos fieles que de ser cierta la gloriosa venida de El Salvador en el paso del año 999 al 1.000 ésta les habría pillado por sorpresa unos días antes debido al margen de error del calendario juliano, corregido por el gregoriano en 1.582. Ello sin contar que la datación del principio de la era se estima hoy con un fallo de entre 4 y 7 años. Y ya se les había advertido: “Velad, pues, porque no sabéis el día ni la hora en que el Hijo del Hombre ha de venir” (Mt 25,13).

Establecer el origen del conteo de los años ha sido algo puramente arbitrario y distinto en cada cultura. Roma inició la cuenta en la fundación de la ciudad, ab urbe condita. Los musulmanes, cuyo calendario es lunar, lo establecen en la Hégira, la emigración de Mahoma a Medina. Incluso en la Revolución francesa se instauró un calendario republicano, que apenas permaneció 14 años, con origen en la proclamación de la República. Todos igualmente válidos a efectos contables al que usamos actualmente y todos de inutilidad similar para profetizar en base a la simple numerología. Aún así y todo, cada cierto tiempo surgen corrientes milenaristas que, más en serio o más en broma, profetizan el fin de los días en una fecha próxima determinada. La última moda apunta al año 2012 basándose esta vez en profecías mayas, en una supuesta codificación oculta de la Biblia y en otras elucubraciones similares. Al final prevalece el “eu non creo nas meigas, mais habelas, hainas”.

Ajeno a estas inquietudes humanas los años se suceden por la órbita de la Tierra en torno al Sol, al igual que los días pasan por la propia rotación del planeta sobre su eje. En el Sistema Solar otros planetas giran en torno a la misma estrella sin que nadie se haya preocupado por vaticinar el fin de cada uno de esos mundos. Y podemos seguir contando sistemas planetarios en la misma situación en todas las galaxias del Universo y no acabaríamos en una vida. Aunque cuando se mira hacia el cielo con esos propósitos se hace, una vez más, para profetizar sobre lo que ha de acontecer en nuestro mundo. Quizá lo más familiar sea el horóscopo que atribuye el carácter de cada sujeto a la posición de un conjunto de astros en el momento de nacer éste. Obviando la visión geocéntrica de estas artes adivinatorias, como si Copérnico y la astronomía moderna no hubiesen existido nunca, los cuerpos celestes que forman los signos zodiacales no se encuentran en la misma posición que cuando se establecieron. La reciente actualización zodiacal no deja de ser un refrito de algo ya intentado a mediados de los 90 del siglo pasado con escaso éxito.

Otro campo abonado de supersticiones son las atribuciones mágicas a la Luna, El influjo selénico en las mareas se debe a la Ley de la Gravitación Universal de Newton y no a otro tipo de consideraciones esotéricas. Asimismo el observado comportamiento anómalo de algunos animales y plantas en las noches de luna llena puede atribuirse a la luz reflejada por el satélite, aunque esta explicación no resulte muy literaria.


Por cierto, bendita sea la literatura si es capaz de hacernos reflexionar de vez en cuando o nos permite evadirnos de tarde en tarde de la cruda realidad. Aprovecho para enviar mi deseo al lector en el nuevo ciclo que ha comenzado: que encuentre la felicidad, aunque sea fugaz.