En El Arte de la Guerra, libro de Sun Tzu supuestamente de cabecera de varias figuras históricas, de Maquiavelo a Napoleón ‑y reconvertido en épocas más recientes en hipotético manual de autoayuda del hombre de negocios‑, se dice “Las armas son instrumentos de mal augurio, y la guerra es un asunto peligroso (...) Un gobierno no debe movilizar un ejército por ira, y los jefes militares no deben provocar la guerra por cólera”. Más bien deberíamos situar este texto en el mismo plano que los documentales de televisión cuyo índice de audiencia desmiente sistemáticamente el número de personas que asegura verlos. Si hay algo en lo que el ser humano se ha especializado es el conflicto, sobre todo el de naturaleza violenta.
Durante largo tiempo se ha tendido a contar las guerras señalando las implicaciones políticas, religiosas y económicas, sus batallas poniendo el acento en las estrategias y los resultados de las contiendas en clave de territorio conquistado o perdido. No es hasta tiempos relativamente cercanos cuando se ha empezado a hablar de las víctimas que todo conflicto bélico lleva consigo. Y no será porque éstas hayan sido pocas.
Instintivamente tendemos a identificar como víctimas de un conflicto a quienes lo pierden. La condición de derrotado suele llevar aparejada, además de la pérdida de vidas humanas y el quebranto económico, cargas impuestas sin miramientos. Cuando los galos conquistaron Roma, en el 390 a. C., amañaron la balanza en que se pesaba el rescate acordado de 1.000 libras romanas en oro. Ante las protestas el jefe vencedor, Breno, arrojó su espada en la balanza aumentando el peso y pronunciando el célebre «vae victis» (¡ay, de los vencidos!). Recientemente se ha sabido que Alemania ha pagado, nueve décadas después, la última parte de los costes de guerra impuestos en el Tratado de Versalles, que los nazis dejaron de pagar y que había sido suspendido en 1.953 hasta la, por entonces utópica, reunificación alemana. Tras la caída del muro de Berlín los acreedores reclamaron su parte y los partidos políticos alemanes pactaron destinar una parte anual de los presupuestos a su cancelación sin que trascendiese a la opinión pública para no exacerbar el sentimiento de humillación nacional.
Sin embargo existen victimas menos visibles pero no carentes de importancia. Ya en la antigüedad la guerra significaba el quebranto económico de las clases menos favorecidas de la sociedad. Cuando Roma entraba en guerra, el plebeyo que debía abandonar sus ocupaciones para ingresar en filas se endeudaba para mantener a su familia mientras durase el conflicto. En ocasiones era incapaz de afrontar las deudas y se convertía de la noche a la mañana en esclavo de su acreedor. En 495 a. C. la situación era insostenible para la plebe después de una sucesión de derrotas que a punto estuvieron de colapsar la naciente civilización. Ante la necesidad de defenderse de la inminente llegada de volscos y ecuos, que venían arrasando los estados cercanos, se preparó una nueva leva. La plebe dijo basta y se retiró al Monte Sacro, a cierta distancia de la urbe, negándose a dar un sólo soldado al ejército o trabajador a la industria en tanto y cuanto no se cancelasen las deudas y se permitiese su acceso a la vida política. Y es que la población civil ha sido siempre la gran perjudica en las contiendas bélicas en las que, por norma general, sólo sacan provecho las oligarquías dirigentes que suelen poner sus cargas en las espaldas de los no pueden defenderse. Son éstos los que aportan la carne de cañón, los que sufren la fatiga de combate, los que mueren o son mutilados en trincheras y poblaciones bombardeadas, y los que pierden su modus vivendi.
Por cierto, el ministro francés de Defensa al inicio de la I Guerra Mundial, Adolphe Messimy, una vez cesado en su cargo pidió su reincorporación en la vida militar y se fue al frente. Una de las escasas ocasiones en que alguien que ve la guerra sentado en un despacho decide correr la suerte de quienes fueron sus subordinados.